LA
ESPAÑA de los 80 fue la del pelotazo, aquel país del mundo en el que,
según un ministro, era más fácil enriquecerse de forma rápida. La
exaltación de la codicia fue calando en los partidos y los dirigentes
políticos, que decidieron que ellos también tenían derecho a parte del
pastel. El resultado es hoy una España cleptocrática, en la que la
corrupción es consustancial al poder.
Lo primero que hay que desmontar es el tópico de que los
partidos pretenden combatir la corrupción. Eso sólo es cierto cuando se
trata de la ajena. No hay ni una sola formación política que haya
denunciado un caso de cohecho en sus filas. Cuando era evidente que Luis
Bárcenas había cobrado comisiones de Gürtel, Rajoy puso la mano en el
fuego por su ex tesorero. Y el PSOE siempre ha reaccionado igual -veáse
el caso de los ERE- cuando había indicios fundados de comportamientos
iregulares de sus militantes.
La corrupción forma parte intrínseca del funcionamiento de los
partidos por una elemental razón: priorizan la consecución o el
mantenimiento del poder a los valores éticos. Por eso, cierran los ojos
ante flagrantes conductas delictivas o amorales.
A ello se suma que, como los partidos son estructuras
burocratizadas y dirigidas desde arriba, sus sistemas de selección
priman siempre la mediocridad sobre el talento, la fidelidad sobre la
creatividad.
La corrupción en España es un fenómeno transversal en el
sentido de que afecta a los grandes partidos, entre los que incluyo a
CiU, y que además se extiende a las instituciones públicas, al sistema
financiero, los sindicatos, la patronal, las mayores empresas del país y
un largo etcetera.
La España de hoy no dista mucho de la Italia de los años 80 en la
que buena parte de su clase dirigente acabó en la cárcel. Aquí esto no
va a suceder porque el blindaje de los corruptos es mucho más sólido
gracias a la estrecha asociación de intereses entre el poder político,
el financiero y algunos grupos de comunicación.
Lo peor de esta España es que nuestros líderes fingen no
enterarse de nada y se refugian en el consabido tópico de que las
conductas de corrupción son aisladas. No es cierto. Lo que hay en los
partidos y las instituciones es una bochornosa laxitud hacia este
fenómeno que está provocando que España deje de ser una democracia para
transformarse en una cleptocracia. Ésa es la causa fundamental de
nuestro declive.